Cuando una palabra vale más que mil imágenes

10 septiembre 2013

Aprovechando la feliz inercia de la publicación de uno de mis cuentos en la revista Acantilados de Papel, ayer tuve la ocurrencia, quizá no tan feliz, de presentarme a un peculiar concurso literario. Nunca había participado en algo así. No era un concurso de relato, ni siquiera de microrrelato. Era ni más ni menos que de nanorrelato. La tecnología punta al asalto de la literatura. Entre las diversas disposiciones reglamentarias que ordenan la participación en este concurso, hay una que brilla con luz propia, la regla estrella, la que da sentido al certamen: la extensión del relato debe ser de entre una y diez palabras, incluido el título. A simple vista parece poca cosa, pero hay que tener una claridad de ideas y una capacidad de síntesis de la que, huelga decirlo, carezco por completo. Creo que he dado (y ahora mismo estoy dando) sobradas muestras de que efectivamente es así, de manera que no me extenderé en este pormenor. Así que, como escritor, me parece que la dificultad es notable. Y como lector, la verdad, no termino de verle mucho sentido a historias de, como mucho, diez palabras, pero bueno... supongo que todo es cuestión de ir haciendo el cuerpo y, si fuera el caso, la mente. 

En cualquier caso, no puedo dejar de hacer una pequeña referencia específica al premio: 400 € de vellón para el ganador. Que no seré yo, huelga decirlo. Hay que ser muy experimentado en la materia para escribir nanorrelato con un mínimo de calidad, y ya saben que yo soy novato en estas lides. Pero si se alineasen los astros y, vive Dios, el que suscribe obtuviera la victoria final en el certamen, hago cuentas: a razón de 40 € por palabra, puedo asegurar y aseguro que será la tarea mejor remunerada que habré realizado en mi ya no tan breve existencia. Y no quiero ni pensar en el supuesto de que el nanorrelato ganador tenga siete palabras, incluído el título. O cinco. O una. Para que luego digan que la literatura no se paga bien.

La línea a seguir

03 septiembre 2013

Falta una línea. Bueno, ¿y qué? Todo lo demás está ahí, así que el balance tiene que ser bueno. A la fuerza. Porque un cuento publicado, para un escritor aficionado y perezoso como el que suscribe, es algo más que un cuento publicado. Aunque le falte una línea. Es todo un hito, un acontecimiento sin precedentes. Es la pequeña vanidad satisfecha. Es combustible para unos cuantos kilómetros más. Es una forma inmejorable de comenzar la semana. Y el mes. Es el rincón del yo mi me conmigo donde me encuentro a gusto. Es júbilo para todo un día que sólo el traspaso de Özil estropeó a última hora. Y todo eso se lo debo a la revista Acantilados de Papel, que ha publicado mi relato Renacimiento en su número 2. Y en la página 55, para ser precisos. Así que, ¿qué importa si falta si una línea? No vamos a ponernos quisquillosos. Oye, y que es una línea muy corta: apenas dos palabras y tres signos de puntuación. Y además, se me ocurre que a partir de esa pequeña omisión podemos, incluso, proponer al respetable una prueba de agudeza visual: teniendo en cuenta que sólo falta un «― ¿Cuánto falta?», ¿dónde debería aparecer dentro del relato? Caña y pincho de tortilla virtual para la primera respuesta correcta. Venga, a ver si así alguien lee el cuento hasta el final. Y ahora, vamos a por el siguiente.

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