El sol de Méliès

17 enero 2019

Hace dos veranos fui a París por primera vez. Estuve allí un día. Uno. El 23 de agosto de 2017. Bajé del tren poco después de las ocho de la mañana y lo volví a coger pasadas las nueve de la noche. Y es posible que resulte difícil de creer, pero entre la bajada del primer tren y la subida al segundo pude ver la ciudad entera. Todo. De verdad. No me pregunten cómo fue posible, porque no podría explicarlo. Es mi hija quien guarda el secreto de la suprema eficacia y a ella le debemos el éxito de aquel titánico esfuerzo turístico, así que, si tenéis curiosidad por saber algo más sobre el particular, hablad con ella. Si la pilláis, claro. Por lo que a mí respecta, yo, ahora, haré un esfuerzo de concreción y me ceñiré a unos minutos, apenas un par, de aquél día felizmente agotador.

A media tarde, a eso de las seis, con las reservas bastante menguadas ya, desembocamos en la Plaza de la Opera. Y al llegar allí, en el centro, frente a la imponente fachada del Teatro, fui consciente de encontrarme en el sitio en el que comenzaron su andadura los efectos especiales en el cine. «Maravilloso», me dije. A mí, sí. A nadie más, que tampoco era cuestión de que continuase creciendo mi bien ganada fama de pelma. Ese tipo de cosas las dejo para este rincón, y fíjense el tiempo que me ha llevado. Casi un año y medio. Qué barbaridad. Bien, no nos vayamos por las ramas. El sitio en el que comenzaron su andadura los efectos especiales en el cine, decía. Porque fue allí donde George Meliés descubrió su primer truco cinematográfico: el llamado paso de manivela, también conocido como técnica de parada y sustitución. Y lo descubrió por casualidad, como se han descubierto tantas y tantas cosas, desde microscópicos antídotos contra bacterias hasta continentes enteros. Según cuentan las crónicas (y el propio interesado, al parecer) fue allí donde una tarde, mientras rodaba, a Mesieur Mélies se le atascó la cámara. Nada más advertir esta molesta circunstancia procedió a reparar el desperfecto y, tras una breve interrupción, continuó tomando imágenes como si no hubiese pasado nada. Pero sí había pasado. En concreto, habían pasado varias cosas por el preciso lugar hacia el que tenía enfocada su cámara. Más tarde, cuando reveló el material y lo proyectó, pudo comprobar que donde había una joven agraciada aparecía de repente un provecto caballero, y un autobús cargado de pasajeros que transitaba por la plaza se transformaba sobre la pantalla en una carroza fúnebre. El efecto de la proyección prendió la chispa en el descomunal ingenio de Mélies, que comprendió al instante que aquél invento serviría para mucho más que trasladar al espectador las meras imágenes que iba tomando del natural. Y el resto es historia.

De Mesieur Mélies se pueden contar muchas cosas, casi tantas como las que él nos contó. Entre otras, que fue el primer narrador de historias en el cine, un invento que hasta ese momento había tenido un carácter fundamentalmente documental. Que trasladó a esas historias toda la fascinación que antes había sentido por el teatro y la magia, empleando infinidad de efectos visuales y de tramoya. Que inventó el cine en color empleando una técnica eminentemente artesanal: el coloreado de la cinta fotograma a fotograma. O que fue el primero en emplear los efectos especiales, aunque me parece que esto ya lo he dicho. En fin... apenas unas líneas y ya empiezo a repetirme. El caso es que sobre todas estas cosas y otras muchas más que tienen que ver con la vida y milagros de Georges Mélies se puede encontrar información a raudales a poco que uno la busque. De entre los aproximadamente cuatro millones de resultados que Mr. Google me acaba de proporcionar en apenas 0,46 segundos, recomiendo estos poco menos de nueve minutos que el programa Días de Cine le dedicó con motivo del 150º aniversario de su nacimiento (razón, aquí). También, para los que dispongan de un rato más largo, este otro programa que proyectó la UNED en su canal, y que cuenta como extra nada desdeñable con un momento estelar del no menos mágico Juan Tamariz (éste, aquí). Y para quienes anden sobrados de tiempo libre o gocen de la capacidad de organizarse eficazmente el que tienen, existe además una película documental que dura más de dos horas (La magia de Meliés, de Jacques Mény, 1997). Debo confesar que aún no la he visto, aunque ya está felizmente incorporada a mi creciente lista de tareas pendientes, pero como tengo buenas referencias de ella, por el mismo precio también la dejo enlazada aquí.

Información, como ven, hay mucha más de la que un mero aficionado diletante está condiciones de copiar y pegar en su blog, así que lo mejor será dejar que el propio Meliés hable por sí mismo, que es de lo que se trata, y nos cuente su Viaje a traves de lo imposible (1904). Porque Meliés es famoso por su luna, lo sabemos casi todos, pero también tuvo un sol. Y si podemos asociar la primera al célebre dicho popular que reza donde pone el ojo pone la bala, el segundo quedará ligado para siempre a una de las máximas de la prudencia: en boca cerrada no entran moscas. Y quien dice moscas, dice trenes. 





Los que amamos las historias en el cine, y las catástrofes, y los tiburones, y los fantasmas, y los viajes espaciales, y los alienígenas, y las casas encantadas, y los monstruos... sólo podemos decir una cosa: gracias Meliés, contigo empezó todo.

Jara y sedal

09 noviembre 2017

(...) A mi entender, hay dos tipos de narradores: los cazadores y los pescadores. Los cazadores salen a buscar la materia literaria, se adentran en territorios inexplorados y aguzan los sentidos para dar con una historia, un personaje, un hilo del que tirar o una revelación que les abra el camino de la palabra, casi como los caballeros medievales que se calzaban la armadura, se montaban en el caballo y salían a la aventura. Luego están los narradores pescadores, que se sientan a la orilla de un río y echan la caña. Inmóviles, se arman de paciencia y esperan que los peces piquen el anzuelo. Si la historia no les pasa por delante, contemplan la vida y llenan el tiempo de espera con la imaginación y el pensamiento, y al final puede pasar que la pesca sea casi una excusa para narrar todo lo que les rondaba por la cabeza.

Jordi Puntí
en La Paciencia
(Esto no es América, 2017)

Primeros sonidos

20 marzo 2017

Rodada en otoño de 1929 y estrenada, según cuentan las crónicas (y la Wikipedia), el 11 de enero de 1930, abriéndose camino por entre los últimos estertores de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, «El Misterio de la Puerta del sol» es la primera película sonora del cine español. O quizá, para ser más precisos, deberíamos decir parcialmente sonora. Porque, tomando a pies juntillas aquello de estar en fase de transición del cine mudo al cine sonoro, la película alterna, precisamente, tramos silentes y tramos con sonido, haciendo honor así a su inclusión en nuestra sección «Cinema Prehistórico».

¿Algo sobre lo que llamar la atención en la película, amén de lo que en sí misma pueda tener de curiosidad histórica? Pues sí, alguna que otra cosa.

Por ejemplo, las estridentes voces de unos actores que aún no se han adaptado al cine sonoro. De hecho, no todos lo conseguirán. Muchos de ellos pasarán al archivo, primero, y al olvido después. Huelga decir que, a lo largo de la película, se les ve mejor y más sueltos cuando no se les oye. El bello histrionismo de los actores del cine mudo se convierte en algo chillón cuando se le añade el sonido, y aquí podremos comprobarlo sin necesidad de cambiar de película.

Tenemos también, claro, los casi inevitables números musicales, esa terrible servidumbre del primer cine sonoro, aquí en su versión más hispana. Sólo para amantes de la canción española, la copla y aledaños.

Hay, además, algo de humor. De un cierto humor, al menos. Un humor algo ingenuo, por decirlo de alguna forma, pero que, si bien es difícil que nos haga reír a estas alturas, al menos nos permitirá descubrir que el número supuestamente cómico con el que los hermanos Cadaval (aka Los Morancos) saltaron a la fama en un programa especial de una ya lejana Nochevieja, encuentra un antecedente directo en esta vieja película de los años veinte.

Como siempre me ocurre con estas películas prehistóricas, me fascinan los exteriores. Gracias a ellos podremos ver, sin necesidad de decorados ni de recreación digital, el aspecto que presentaba la Puerta del Sol en 1929. Fascinante. O estremecernos ligeramente, ahora que ha transcurrido más de un año desde la tragedia, ante el emplazamiento de un cabaret llamado Bataclán en el número 40 del Paseo de Rosales. Que sí, existió, como lo prueba el anuncio que aparece en la página 6 de este ejemplar del Heraldo de Madrid del miércoles, 5 de septiembre de 1928 (edición de noche). Por cierto que, dicho sea de paso, también a este periódico se le asigna un papel de cierta relevancia en la película. 

Me quedo también con el detalle de que alguien se hubiese lanzado a hacer cine sobre cine ya entonces, prácticamente en los albores del séptimo arte. ¿Acaso ya intuían la grandeza de este invento? ¿O se trata tan solo de una manifestación, una más, de la inveterada costumbre de mirarse el ombligo? Un poco de todo, posiblemente.

Encontraremos, por último, ingenuidad. Mucha ingenuidad. Ingenuidad a raudales. La que destila la película y la que se presume al público. Toda la ingenuidad que nos falta casi noventa años después... y un poco más, si cabe. Y es que estas películas hay que verlas con cierto cariño, no lo olviden.

Así que, ya saben, desempolven la poca ingenuidad que les quede, si es que les queda alguna, ármense con todo el cariño del que puedan disponer tras haber cumplido en el terreno de los afectos con parejas, hijos, amigos y familiares, y abran en su vida un paréntesis de apenas una hora y once minutos para disfrutar de El Misterio de la Puerta del Sol o El Último Día de Pompeyo. De Pompeyo Pimpollo, para más señas.

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